Sebastian Valdez
En los últimos años, las redes sociales se han convertido en un terreno incierto para las marcas. Cada actualización del algoritmo llega como una tormenta: se cae el alcance, bajan las interacciones, los números dejan de cuadrar y el equipo corre a buscar explicaciones. ¿Qué cambió? ¿Qué exige ahora la plataforma? ¿Qué formato está priorizando? La ansiedad por descifrar al algoritmo se ha instalado tan profundamente que muchas marcas han perdido de vista algo esencial: no se trata de entender cómo piensa una máquina, sino de entender cómo se relacionan las personas.
El problema es que la conversación digital se ha llenado de métricas que suenan bien en los reportes, pero que no significan nada en la vida real. Likes, impresiones, reproducciones y seguidores se han convertido en una especie de tótem moderno. Se celebran como indicadores de éxito, aunque rara vez representan conexión auténtica. Son datos que inflan egos –y dashboards– pero que no construyen reputación, comunidad ni recordación. En otras palabras: se persigue volumen en lugar de buscar valor.

Mientras tanto, las audiencias están demostrando algo muy distinto. Ya no buscan marcas que publiquen todo el día ni contenidos diseñados para “hackear” tendencias. Buscan marcas que entiendan su contexto, que respondan con honestidad, que no hablen solo de sí mismas y que respeten su inteligencia. Buscan espacios donde puedan ser escuchadas y donde sientan que su participación importa. En ese sentido, el verdadero diferenciador no está en publicar más, sino en conversar mejor.
Las marcas que están destacando hoy no son las que saturan el feed, sino las que habilitan espacios de interacción auténtica. Las que responden comentarios, generan preguntas, participan en debates y demuestran interés por lo que su comunidad piensa. Son las que convierten cada publicación en un punto de encuentro, no en un monólogo. Y eso es algo que ningún algoritmo puede otorgar ni quitar: la capacidad de construir relaciones.
Dar este paso implica abandonar la lógica reactiva de estar pendiente del próximo cambio en la plataforma y adoptar una lógica estratégica centrada en las personas. Supone preguntarse no “¿qué contenido prioriza Instagram esta semana?”, sino “¿qué conversación podemos iniciar que tenga sentido para nuestra comunidad?”. Ese cambio de mentalidad lo transforma todo: la forma de planificar, la manera de medir, la intención detrás de cada pieza de contenido.
También obliga a redefinir lo que se considera éxito. Una publicación que recibe 20 comentarios profundos y conversaciones significativas vale mucho más que una que obtiene 30 mil vistas sin una sola interacción real. El algoritmo puede cambiar mañana, pero la confianza, la cercanía y la percepción positiva de la marca permanecen. Y son esas variables –las que no aparecen en los informes automatizados– las que construyen reputación a largo plazo.
Construir comunidad no es inmediato ni espectacular. Requiere consistencia, paciencia, escucha activa y una capacidad real de interpretar lo que el público necesita, no solo lo que la marca quiere decir. Pero una comunidad sólida es el mejor blindaje ante cualquier cambio de plataforma. Porque cuando las audiencias sienten pertenencia, no siguen a una marca por su visibilidad, sino por su valor.
Hoy, en un entorno donde todas las marcas compiten desesperadamente por atención, escuchar se convierte en la estrategia más poderosa. La tendencia ya no es producir contenido rápido para ganar alcance, sino crear experiencias digitales que generen conversación, significado y conexión. Y ese es el tipo de contenido que ni el algoritmo más volátil puede ignorar.
Dejar de perseguir el algoritmo no significa dejar de adaptarse. Significa dejar de vivir en función de él. Y empezar a construir algo que, a diferencia de las métricas de vanidad, sí importa: comunidad.









