
Juan Carlos Ruiz - Vicepresidente de Pacific – Edelman Affiliate
El nuevo reto del gobierno es buscar un equilibrio entre un 25% de peruanos con un pensamiento radical y conservador (de izquierda, en su versión comunistoide; y de derecha, en su versión fascistoide) y otro 75% con posturas moderadas que prefieren hacer ajustes al modelo de crecimiento, poniendo un alto a los privilegios de grupos mercantiles y dar paso a un verdadero desarrollo capitalista, uno que asuma la competencia y la libertad como principios de convivencia económica, política y social; y que reconozca la existencia del mercado y su necesaria regulación como datos concretos de la nueva realidad social.
El reto gubernamental –por cierto– no basta para conducirnos por una senda de desarrollo. Se requiere el aporte de élites modernizadoras, las que lamentablemente no existen hoy en el Perú. Existen sí, los hijos de una herencia aristocrática, ya no colonial sino de república bicentenaria. Lo que resulta más increíble es que, luego de 200 años de independencia, las únicas élites paridas de nuestro seno son un grupo de incapaces y corruptos sin la menor idea de cómo gobernar, y para quienes reconocer al otro es una especie de contaminación social.
Dos son las canteras que deberán formar a las futuras élites modernizadoras. Una son los gremios empresariales, cuyo aporte a la política y gestión pública los últimos 30 años es paupérrima. Ellos tienen la obligación de construir una narrativa inclusiva que trascienda el simple deseo de “propósitos corporativos” y organizar grupos de activistas que cumplan roles de innovación a todo nivel de la organización social. Esto supone que los viejos caciques den paso a una nueva generación de líderes empresariales, quienes conciban al país en su total dimensión. El objetivo es abandonar el centralismo discriminatorio y diseñar una normalidad corporativa descentralista, regional e inclusiva.
La otra son los partidos políticos. Estos deben producir dos tipos de perfiles antagónicos y complementarios: políticos y tecnócratas. De su permanente interacción resultan las políticas públicas. Políticos que, siendo disruptivos, busquen innovar las reglas de juego para que mejoren. Tecnócratas que, resistiéndose al cambio, garanticen estabilidad y sostenibilidad a un Estado que sirva como referente social. Cuando ese equilibrio se rompe y unos se imponen sobre otros, resultan gobiernos sin rumbo, que promueven programas en piloto automático, o proyectos anárquicos cuya inestabilidad termina por dañar el tejido social.
Hoy nos encontramos en un momento de transición. Son nuestras élites las llamadas a reestablecer el punto de equilibrio. Uno que NO se encuentra –por obvias razones— en narrativas ni activismos extremos (invocando golpes de Estado o Asambleas Constituyentes). El equilibrio se encuentra en los espacios de diálogo, donde un debate intenso y acalorado será necesario, pero sin confundir acuerdo con imposición. Negociar en mesa es lo que toca. ¿Qué esperamos?